Assassin’s Creed: La hermandad by Oliver Bowden

Assassin’s Creed: La hermandad by Oliver Bowden

autor:Oliver Bowden [Bowden, Oliver]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2009-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO 31

Ezio siguió al senador a través de otro laberinto de calles, aunque estas conducían al Tíber y le eran más familiares. Pasaron por monumentos, plazas y fuentes que conocía, así como edificios en construcción; los Borgia gastaban generosamente el dinero en palazzi, teatros y galerías en su búsqueda de su autoengrandecimiento. Por fin Egidio se detuvo en una plaza atractiva, formada por cuatro grandes casas privadas en dos de los lados y una fila de tiendas caras en el tercero. En el cuarto lado había un pequeño parque bien cuidado que llegaba hasta el río. Aquel era el destino de Egidio. Escogió un banco de piedra, se colocó junto a él en la creciente penumbra y miró a izquierda y derecha, al parecer sereno. Ezio admiró su aplomo, que también resultaba muy útil. Cualquier señal de nerviosismo podría haber puesto en guardia a los subordinados del banquero.

Ezio se colocó junto a un cedro y esperó. No tuvo que esperar mucho. Unos minutos después de la llegada de Egidio, se le acercó un hombre alto, vestido con una librea que no reconocía. Una insignia en su hombro mostraba un emblema; en una mitad había un toro rojo en un campo dorado, mientras que en la otra había dibujadas unas rayas horizontales negras y doradas. Ezio seguía sin saber a quién pertenecía.

—Buenas noches, Egidio —saludó el recién llegado—. Parece que estás listo para morir como un caballero.

—No es muy simpático por tu parte, capitano —respondió Egidio—, puesto que traigo el dinero.

El hombre alzó una ceja.

—¿En serio? Bueno, eso es distinto. El banquero estará muy contento. Confío en que vengas solo.

—¿Ves a alguien más aquí?

—Sígueme, furbacchione.

Se marcharon, volviendo sobre sus pasos hacia el este, y atravesaron el Tíber. Ezio les siguió a una distancia discreta, pero desde la que podía oírles.

—¿Hay noticias de mi hermano, capitano? —preguntó Egidio mientras caminaban.

—Tan solo puedo decirte que el duque Cesare tiene muchísimas ganas de interrogarlo. Bueno, en cuanto venga de la Romaña.

—Espero que esté bien.

—Si no tiene nada que ocultar, no tiene nada que temer.

Continuaron en silencio, y en la iglesia de Santa María sopra Minerva giraron al norte, en dirección al Panteón.

—¿Qué pasará con mi dinero? —preguntó Egidio.

Ezio advirtió que estaba sacando de quicio al capitán para beneficiar a Ezio. Un hombre listo.

—¿Con tu dinero? —El capitán se rio por lo bajo—. Espero que esté ahí todo el interés.

—Así es.

—Será mejor que así sea.

—¿Y bien?

—Al banquero le gusta ser generoso con sus amigos. Les trata bien. Se lo puede permitir.

—Os trata bien, ¿eh?

—Me gustar creer que es así.

—Es tan generoso… —observó Egidio con tal sarcasmo que hasta el capitán lo captó.

—¿Qué has dicho? —preguntó de forma amenazante y dejó de caminar.

—Eeeh… Nada.

—Vamos, ya estamos llegando.

La gran mole del Panteón se alzaba en la penumbra en aquella estrecha plaza. El alto pórtico corintio del edificio de mil quinientos años, construido como templo de todos los dioses romanos, pero consagrado hacía ya mucho tiempo como iglesia que estaba por encima de ellos, levantaba una sombra bajo la que esperaban tres hombres.



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